BIO
Photo: Puentes Grandes, frente al terreno donde estuviera la casa de la poeta y pintora Juana Borrero, sobre quien escribí mi primera novela La isla de las mujeres tristes.
Elizabeth Mirabal nació en Cuba en 1986. Obtuvo la licenciatura en Periodismo por la Universidad de La Habana en 2009. Alcanzó el Premio Iberoamericano Verbum con la novela La isla de las mujeres tristes (2014). Es coautora, junto a Carlos Velazco, de dos libros acerca de Guillermo Cabrera Infante: Sobre los pasos del cronista (Premio de Ensayo UNEAC 2009/Premio de la Crítica Literaria Cubana 2011) y Buscando a Caín (2012), así como del volumen Hablar de Guillermo Rosales (2013) y de las selecciones de entrevistas Tiempo de escuchar (2011) y Chakras. Historias de la Cuba dispersa (2014). Ha compilado también La intimidad de la historia (2013), Regreso de Ricardo Vigón (2015) y la Poesía completa (2016) de Juana Borrero. Su más reciente novela es La belleza de la inutilidad (2020). Publicó en 2021 el poemario Herbarium.
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Elizabeth Mirabal was born in Havana in 1986. She graduated in Journalism in 2009. She is the co-author, with Carlos Velazco, of two books about Guillermo Cabrera Infante: On the Footsteps of the Chronicler (UNEAC Essay Award in 2009 and Cuban Literary Criticism Award) and Seeking Cain (2012), of the compilation of interviews with writers A Time to Listen (2011), the investigation Talking about Guillermo Rosales (2013) and the volume Chakras. Stories of a Scattered Cuba (2014). She also compiled The Intimacy of History (2013), Return of Ricardo Vigón (2015) and Complete Poetry (2016) by Juana Borrero. She wrote two novels: The Island of Sad Women (2014) and The Beauty of the Uselessness (2020). Her most recent book is Herbarium (2021).
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ENTREVISTAS/INTERVIEWS
DECLARACIÓN DEL ARTISTANací en La Habana, en un barrio alejado del centro de la ciudad llamado Lawton. Era la casa que mi abuela había heredado de su hija menor cuando esta decidió emigrar a los Estados Unidos en 1960. Teniendo yo dieciocho años, mi padre murió de un cáncer de páncreas fulminante el mismo día que yo completaba el último examen de ingreso a la Universidad de La Habana. Él fue quien me impulsó a escribir, no porque pusiera libros en mis manos o pretendiera guiarme “intelectualmente”, sino porque se obsesionó con la idea de crear poesías. Cuando crecí y las leí, La casa vieja me pareció conmovedora e intensa. Recuerdo que insistía en la persistencia del canto de un pájaro en medio de un paisaje que sucumbe. Mi padre nunca logró publicar. Lo que aprendí de él fue el deseo de ser un escritor aun el anonimato. Él escribió por el puro placer de hacerlo.
Creo que mi desarrollo como artista comienza el día que junto a mi novio decidí hacer la tesis de grado sobre el escritor cubano exiliado Guillermo Cabrera Infante. Eso parece una decisión simple, pero en una facultad politizada fue harto complicado. Esa tesis se convertiría luego en un libro de ensayo que obtendría el Premio de la Crítica Literaria en Cuba. Vinieron libros de investigación literaria en torno a escritores que se marcharon a otros países o fueron condenados a un ostracismo involuntario. Por darles voz y salvar la memoria de un legado que sentía amenazado, relegué mis aspiraciones de escribir ficción. Y durante mucho, estuve escudándome en la necesidad de rescatar a escritores y personajes olvidados o ultrajados de mi historia literaria y cultural. Me autoendilgué (junto con mi esposo) la misión de caminar La Habana (y sus casas, sus bibliotecas, sus ruinas) en busca de otra historia, distinta a la que conocíamos y nos habían contado. Un libro nuestro, Chakras. Historias de la Cuba dispersa publicado por la editorial Verbum, es precisamente fruto de esas pesquisas. En él están siete pilares de ese cuerpo escindido que es la cultura cubana. Ecos de otras épocas. Vivos que hablan de hermanos, amigos, padres, abuelos ilustres ya desaparecidos. Eran figuras y nombres que nos habían sido, en la mayoría de los casos, escamoteados por sinrazones. Estas conversaciones, estas incesantes preguntas, nos permitían penetrar a ciertas zonas de silencio. Leyendo a Salinger, se nos ocurrió que, de alguna manera, estos cuerpos regresados constituían puntos neurálgicos, centros de energía, estadíos necesarios que nos permitían (y les permitirían a otros), alcanzar una dimensión superior de conocimiento en torno a Cuba como nación. Escribir, el deseo de hacerlo, fue antes que todo, una pregunta, una angustia, una duda. Y esa tríada de inseguridad e incertidumbre me mantuvo paralizada un tiempo, hasta que comprendí que es difícil y casi imposible escribir con aplomo y certeza. Que debía intentarlo sin pensar en reconocimientos, ni en posibilidades de éxito, solo por el deseo de aceptar un destino y querer revelar un mundo. Un mundo solo perceptible para mí, en tanto habitaba en mi ser, incluso que solo habitaba dentro de mis personas favoritas y hasta en las menos apreciadas. Solo yo, si ponía el empeño suficiente, podría contarle a otro, situado en otro tiempo y en otro lugar, lo fantástico y lo terrible que me circundaba, solo yo podría dar cuenta de otras vidas de una determinada manera. Al fin, dispuse del tiempo y el valor para intentar escribir una novela que estructuré como un coro de voces polifónico. Esa obra (La isla de las mujeres tristes) marcó el inicio de mi carrera literaria como narradora. La escribí haciendo una sola comida al día y ganándole la batalla a nuestra vieja laptop de 2008, a la que tenía que ponerle un ventilador por detrás para que resistiera la sobreexplotación y el calor. Para darme fuerzas, miraba a un canario amarillo que tenía en una jaula, y que apareció extrañamente ahogado en un lavadero de mi casa al concluir la novela. Le puse, en callado homenaje y por su rara muerte, Virginia Woolf. En su novela Brooklyn Follies, Paul Auster, a través de la voz de uno de sus personajes, equipara La Habana con Nueva York, pues para él, ambas ciudades son grandes capitales “donde la vida real solo empieza después de oscurecer”. Ignoro si Auster ha visitado alguna vez La Habana o si solo la conoce por las historias de viajeros, por libros o por postales turísticas, pero su acierto es indudable. En efecto, La Habana comparte la elegancia desvaída de una gran ciudad con la amenaza latente y contenida de su destrucción. Como un poblado que crece al borde del puerto y que se sabe amenazado por huracanes devastadores, pero cuyos habitantes, a pesar de la inminencia de los anunciados derrumbes, continúan viviendo. Para salvarme de ser un zombi u otra joven más que renuncia a trabajar en algo para lo que estudió durante cinco años, debo confesarles que, desde hace mucho tiempo, he decidido habitar otra realidad hecha de recuerdos y antiguas ilusiones. Permanecer en ella, es lo que nos ha permitido ser un poco felices, a pesar de que, como jóvenes al fin, sentimos los dolores más aceradamente que los viejos, tal y como dice don Fabrizio en El gatopardo. De algún modo, escribí La isla de las mujeres tristes para comenzar a compartir con otros esos dolores, pero también la alegría de una experiencia vital que de ficticia se iba haciendo cada vez más vívida y necesaria. Quería que otros vieran lo que yo, tras atravesar muchas puertas y escondrijos, había logrado vislumbrar. Hace poco, leyendo un diario de Katherine Mansfield fechado en 1915, descubrí lo siguiente: “Para este año deseo dos cosas: escribir y hacer dinero. Con dinero podríamos ir a donde quisiéramos, tener en Londres un pisito, ser libres e independientes y sentirnos orgullosos frente a las nulidades. La pobreza nos ata duramente”. Esto lo encontré exactamente un siglo después, con los mismos problemas. Nunca ha sido fácil, ni siendo de Nueva Zelanda ni de Cuba. Mi deseo más fervoroso en este momento sería poder mantenerme cerca de una mesa de escritorio, amparada en el consejo de Kafka cuando dijo que si quiere escapar de la locura, un escritor no debe alejarse jamás de ella, sino aferrarse a esta con los dientes. |
ARTIST'S STATEMENTI was born in Havana, in a neighborhood called Lawton located in the outskirts of the city. When I was 18 years old, and on the same day that I completed my entrance examinations to the University of Havana, my father passed away from terminal pancreatic cancer. He was responsible for my love for writing, not because he gave me books or pretended to guide me “intellectually”, but because he was obsessed with the idea of creating poetry. When I read them later, as an adult, I found out that The Old House was moving and intense. I remember its resolve on the persistent song of a bird in the midst of a landscape that was collapsing around it. My father was never able to publish. The lesson I learnt from him was the desire to be a writer, even in anonymity. He wrote for the sheer pleasure of writing.
I believe that my development as an artist began on the day that I decided to write my dissertation on the exiled Cuban writer Guillermo Cabrera Infante. This may appear to have been an easy decision, but in a highly politicized School, it was extremely complicated. That dissertation would later turn into an essay that went on to obtain the Literary Criticism Award in Cuba. Literary research books followed, focusing on writers that had either left Cuba for other countries or were condemned to an involuntary ostracism. In order to give them a voice and to save the memory of a legacy that I felt threatened, I put aside my ambition to be a writer of fiction. And for a long time, I shielded myself behind the need to rescue writers and personalities that had been humiliated or banished from my literary and cultural history. I embarked (together with my husband) on a mission: to walk Havana (its houses, its libraries, its ruins) in search of another story, a story different from the one we knew, from the one that had been told to us. One of our books, Chakras, Historias de la Cuba dispersa (Chakras, Stories of a Scattered Cuba), published by Editorial Verbum (Madrid), is the result of that research. It includes seven pillars of that divided body which is the Cuban culture. Echoes from times past. People talking about their dead brothers, friends, parents or illustrious grandparents. All of them figures and names that had been, in the majority of the cases, slighted for no apparent reason. Those conversations and relentless questions allowed us to penetrate certain areas of reserve. Reading Salinger it occurred to us that, somehow, these “resurrected” bodies were pivotal points, centers of energy, necessary stages that allowed us (and others) to reach a loftier dimension of knowledge regarding Cuba as a nation. To write, and the desire to write turned suddenly into a question, an anguish, a doubt. This triad of uncertainties and self-doubt paralyzed me for some time, until I came to the realization that it is difficult and almost impossible to write with poise and self-assurance, but that I had to try without thinking of recognition or the possibility of success; it was a matter of accepting a destiny and a desire to unlock a world perceptible only to me, for that world was inside me or inside my favorite persons, and even in those not so favorite. It was up to me, with sufficient determination, to tell others living in other time zones and spaces, of the horrors and fantasies that surrounded me; only I could tell about the lives of others in a certain manner. Finally, I gathered the time and courage to write a novel that is structured as a choir of polyphonic voices. That novel, La isla de las mujeres tristes (The Island of the Sad Women), marked the beginning of my literary career as a narrator. I wrote with angst, winning the battle against our old 2008 laptop, nursing it with fans to cool it so that it could endure the heat and long hours. To gain strength I would look at the yellow canary in his cage who, one day, appeared strangely drowned in the sink when I had finished writing the novel. Because of this bizarre death and to pay him silent homage I named it Virginia Woolf. One of the characters in Paul Auster’s novel, The Brooklyn Follies, compares Havana with New York because, for him, both cities are great capitals “where real life begins only after dark”. I do not know if Auster ever visited Havana or only knows about it from travelers’ stories, books, or tourist postcards, but he is undoubtedly correct. Indeed, Havana shares the gaunt elegance of a great city threatened by impending destruction. Like portside towns threatened by devastating hurricanes whose inhabitants, despite the warnings and imminent collapses, continue to live there. To save myself from becoming a zombie, I must confess that, some time ago I decided to inhabit another reality made up of memories and old illusions. To linger in them is what has allowed us to find a little happiness, despite the fact that, young as we are, the pains that we feel are harsher than those felt by old folks, as Don Fabrizzio states in The Leopard. Somehow I wrote La isla de las mujeres tristes to share those pains with others, but also the joy of a fundamental experience that, although fictitious, was slowly becoming more vivid and necessary. I wanted others to see what I, after crossing many doors and hideaways, had been able to glimpse. While reading a Katherine Mansfield diary, dated 1915, I discovered the following: “This year I expect two things: to write and to make money. With money we could go wherever we wanted, have a flat in London, be free and independent and feel proud when faced with incompetence. Poverty binds us severely”. I read this exactly one century later, and still with the same problems. It has never been easy, neither for New Zealanders or Cubans. At the moment, it is my greatest desire to be near a writing desk, protected by Kafka’s advice when he said that if a writer wants to escape insanity, he must never move away from it, but rather cling to it with tooth and claw. |